Todas las televisiones de los EE.UU. interrumpieron hace unos días sus emisiones para dar cuenta de una supuesta tragedia. Tan dados como son a tener cámaras en helicópteros para retransmitir persecuciones de coches (que hay que aclarar que no suceden todos los días), en esta ocasión se siguieron un globo aerostático casero en el que, se suponía, viajaba sin control un niño. Y digo se suponía porque, en realidad, el chavalín se escondía en el desván de su casa (que grandes desvanes tienen siempre las casas americanas). Aún más, lo hacía por orden de su propio papá, que se había propuesto montar un show televisivo como paso previo a un reality más trabajado y de mayor duración.
Asusta comprobar, a toro pasado, como un señor que de joven quiso ser comediante de éxito y que lo más que consiguió fue ser parte de un reality show en el que dos familias intercambiaban madres, consiguió colar una noticia falsa de tal calibre a las grandes televisiones estadounidenses para conseguir su propio beneficio. Comprobar qué poco necesitan los medios para movilizarse, crear una alerta y poner en jaque a todo un país, prescindiendo de un paso fundamental en el ejercicio del periodismo: analizar y corroborar las fuentes de información.
La supuesta noticia, que aún siendo falsa se desarrolló con intensidad, estuvo mal construida y fue fácilmente desmontada (los niños no mienten). Pero, ¿cómo no vamos a creer en la posibilidad de que otras muchas pasen por ciertas pese a no serlo tras comprobar la facilidad con la que los medios las difunden?. ¿Cuántos montajes y verdades a medias serán portada y movilizarán a la sociedad por intereses meramente particulares?.
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