Yo si voy a ir a votar el domingo. Lo haré porque, viviendo en democracia, es imperativo aprovechar todas y cada una de las oportunidades que se nos dan para hacer oír nuestra voz. Lo haré porque creo que, ejerciendo mi derecho, legitimo mi derecho a intervenir, al elogio y a la crítica. Lo haré porque, para mí, un día de elecciones es un día de fiesta y quiero participar de ella. Y votaré porque tengo ideas o ideales.
Pero, aparte de todas estas razones, me gustaría poder hacerlo porque me han convencido, más que una ideología indefinida, las propuestas concretas de un programa. Porque creo en la naturaleza de las instituciones que voy a ayudar a configurar. O porque el mandato que traslado con mi voto será útil y podrá ser vigilado.
Estoy seguro de que muchos de los candidatos se han dedicado a trasladar mensajes dirigidos a convencer a los votantes en todos estos aspectos. Pero, lamentablemente, no estoy tan seguro de que hayan llegado.
Audiencias mediocres en los debates de televisión, mítines de pequeñas dimensiones en los que todos los asistentes ya están convencidos, extrañas coaliciones de partidos con tantas discrepancias como intereses comunes, y, en definitiva, una legislatura más tarde, desconocimiento general y profundo de lo que se hace y para lo que sirven las instituciones europeas.
A preguntas comunes como ¿qué tenemos en común los españoles y los checos? o, si es tan importante el Parlamento Europeo, ¿por qué nunca sale en los informativos?, nos han respondido con aviones militares, gripe A y caso Gürtel.
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