¡Madre mía como pasa el
tiempo!. No hace nada que estaba ideando un nuevo artículo sobre las fiestas de
los pueblos y hoy ya estoy pensando en qué cuento ahora de la navidad.
Me gustaría tener en la
cabeza imágenes fundamentalmente alegres, con mazapanes y espumillones de
fondo. Porque sé que lo principal es siempre el poder compartir todos los
momentos con los más allegados. Que contar en fechas tan señaladas con todos
los que más nos importan es una maravilla. O que disfrutar de las cosas con
salud es siempre una bendición que nunca debemos de menospreciar.
Pero más bien sufro otro tipo
de visiones. Quizá por ser consciente de la maltrecha situación en la que viven
millones de personas. Porque no consigo que la llamada “crisis” deje de
nublarme la vista y el juicio. O porque, aunque creo que viendo lo que se ve no
tendría derecho a quejarme, no puedo evitar sentirme impotente ante la
incertidumbre de los meses futuros.
La cuestión es que, al mismo
tiempo que celebramos la llegada de estas fechas con una actitud intensamente
relacionada con la felicidad, debemos ser capaces de ver cómo tales
atribuciones pueden afectar a otros de forma totalmente contraria. Porque,
igual que se amplifican los sentimientos felices, también se generan
frustraciones fortísimas. Por ejemplo a aquellos que no son capaces de dar a
sus hijos los regalos que piden. O a los que celebran por primera vez fuera de
un hogar que ya no es suyo. O a los que creen ver un año perdido tras de si y
no encuentran fuerzas para empezar otro, ante el temor de que todo siga igual.
Por favor, en nuestra
felicidad, no dejemos de pensar en esto. ¡Felices fiestas a todos!.
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